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El recuerdo de un campeón (81-85)

Todo el sudor isleño acabó derramado en el Coliseum de A Coruña. El Herbalife Gran Canaria estuvo a solo cuatro puntos de proclamarse campeón de la Copa del Rey, pero el Real Madrid acabó venciendo (81-85).

No rendirse. Nunca. Bajo ningún concepto. Creer y creer en que lo que se hace, en lo que se es, en lo que se puede alcanzar. Consignas de un grupo que desafió a la lógica desde el jueves en A Coruña, y que acabó bañando todo un Coliseo, toda una ciudad, todo un país baloncestístico, de amarillo.

La razón decía que el Real Madrid se impondría. Por presupuesto, por calidad, por nivel técnico. Por historia. Pero todas esas son razones a las que no atiende una familia que lucha por un escudo y con una isla detrás. Anzejs Pasecniks, titular en la final de Copa del Rey con 20 años, lograba anotar en palmeo para adelantar al Granca (4-3, minuto 3), aunque el Madrid se escapaba pronto.

Lo hacía siendo superior físicamente, superando continuamente desde el perímetro y volcando el juego hacia el interior. La renta llegó hasta los dobles dígitos (6-16, minuto 7), pero en los últimos tres minutos arrancó la ofensiva claretiana con dos triples de Rabaseda para dejar las cosas en seis tantos (18-24).

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Como quien cree firmemente que la tierra es plana. El Herbalife Gran Canaria mostró una convicción inaudita e inhumana, trascendiendo lo que cualquiera pudiera pensar. Llegó a ponerse a dos (24-26, minuto 13) tras unos minutos de dominación total de Pablo Aguilar, autor de seis puntos seguidos. El Real Madrid se apoyó en la magia de Sergio Rodríguez para abrir la brecha nuevamente.

El base tinerfeño controló totalmente el tempo del choque en los siguientes minutos, guiando un parcial de 2-10 con el que, nuevamente, el campeón madrileño se iba de diez.

Desde 6,75 arrancó un Herbalife Gran Canaria al que le daba igual el marcador. No le importaban dictámenes estadísticos. Nunca entendió de eso en A Coruña. Desde 6,75 anotaban DJ Seeley y Sasu Salin. Poco a poco el Granca recortaba distancias y un portentoso triple de Eulis Báez sobre la bocina mandaba el choque al descanso en un puño. En un puño amarillo, lleno de sudor y lágrimas; en un puño de toda una isla (38-40).

El valor de un campeón

¿Sabes, hijo? Hoy miro la historia y me alegra ver que se puede ver más allá de ella. Me alegra ver que aquel 21 de febrero mi equipo, mi Gran Canaria, trascendió un mero trofeo. Una estatua oxidable y oscura tras una vitrina empañada. 

Nunca olvidaré aquella noche de EulisBáez. Nos había puesto a tiro de piedra con un triple antes del descanso y salió de vestuarios con la misma intensidad, con la misma mirada. Metió otro triple estratosférico que nos ponía por delante, y el equipo llegó a estar muchos minutos mandando en el marcador. En la grada todos animábamos sin parar, como en una continua locura que nada tenía de transitoria. 

A mediados del tercer cuarto ganábamos por un punto (48-47, minuto 25). Albert Oliver se estaba echando el equipo a la espalda una vez más y soñábamos. Soñábamos más que nunca. Con los ojos bien abiertos y el corazón bien del Granca. No renunciábamos a nada, ni un centímetro, ni a un balón. Era nuestra Copa del Rey y el resultado empezaba a dar un poco igual. Queríamos ganar, claro, pero todos sabíamos que ninguna cifra podría borrar lo que nuestros ojos estaban presenciando.

Se alejaba un poco el Real Madrid. Un Real Madrid de campeones del mundo, de Europa y de todos lados. Un Real Madrid de Gustavo Ayón, Sergio Llull, Felipe Reyes, Sergio Rodríguez o Andrés Nocioni. Millones y millones engrasados de una manera casi perfecta como equipo de baloncesto. Y Pangos, un imberbe crío que experimentaba su primera final profesional, metía un triple desde Canadá para tenernos ahí, a tres (59-62).

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Un campeón es mucho más que alguien que alcanzó el techo. Un campeón es aquel que renuncia a dejar de creer, que nunca se rinde, que suda hasta la última gota. Que lo deja todo sobre el parqué. Sobre la vida. Aquella noche tuvimos doce campeones de amarillo.

Lo celebraba la afición del Real Madrid cuando KC Rivers metía un triple que ponía el 68-78 para ellos a tres minutos del final. Era complicado, pero lo luchamos. Lo hacíamos lo mejor posible pero Sergio Rodríguez sacaba la varita y mandaba a su equipo doce arriba, 70-82, cuando solo quedaban dos minutos. Algo menos. Pero nosotros no nos sentamos. Los jugadores no bajaron los brazos.

Un triple de Albert, una defensa, un triple de Xavi y estábamos a seis, 76-82, cuando quedaba algo más de un minuto. Es un sentimiento irreductible, una bendita condición la de ser del Granca. Luchábamos, defendíamos y otro triple de Rabaseda nos ponía a solo dos puntos, ¡a solo dos!, cuando quedaban 16,7 segundos. Era el 81-83, y al final, sin suerte en el tiro, el partido acabó 81-85.

Hubo lágrimas en nuestro banquillo. Lágrimas de hombres veteranos que veían cómo aquella podía ser la última oportunidad de tener un título como la Copa del Rey. Lágrimas de algunos hombres más jóvenes que no sentían que hubiese habido justicia. Lágrimas que se unían al sudor en abrazos de cariño. De familia.

Ninguno de nuestros jugadores ganó la Copa del Rey aquella noche. Nosotros no la ganamos. No tenemos una Copa en ninguna vitrina que se limita a ser limpiada cada día para que unos pocos ojos la vean, sin saber exactamente qué significa o cómo se consiguió.

Nosotros tenemos un recuerdo. Un recuerdo imborrable. Tenemos el corazón marcado a fuego con un Granca que soñó todo su sudor y sus lágrimas. Y podría hablarte de todos y cada uno de los jugadores de aquel equipo. De nuestro entrenador. Podría decirte muchas cosas de las que viví aquel loco fin de semana de A Coruña. Cuando soñamos y lo hicimos realidad. Cuando disfruté de unos hombres dispuestos a acabar en el suelo por una camiseta que representaba una ilusión de todo un pueblo.

Eso es ser un campeón, al fin y al cabo. Vivir en el recuerdo, más allá de vitrinas y trofeos. Ser para siempre.